viernes, 27 de septiembre de 2013

MOVERSE, CONSULTAR, PARTICIPAR




A Jorge Manzano, por su legado amoroso por la vida

Alrededor de las reformas “estructurales” nacionales, se desnudan problemas radicales para democratizar las relaciones entre Estado y sociedad, tanto como se abren potencialidades para transformarlas. Moverse para mostrar el descontento frente a las propuestas gubernamentales significa, a pesar de los inconvenientes implicados por marchas y plantones, demandar que se incorporen racionalidades diversas hasta ahora no incluidas en el espacio público. Consultar, puede traducirse como interpelación al orden dominante que impone la racionalidad tecnocrática y descalifica los sentimientos populares como ignorantes. Participar, puede ser consecuencia de consultar, siempre y cuando haya poder de vinculación entre consultas, o más amplio aún, entre deliberaciones públicas legítimas, y los ordenamientos legales. Sin embargo, en los hechos moverse significa delinquir; consultar, representa un ejercicio retórico útil para aplazar conflictos y, participar, expresa un buen deseo, sin fundamentos legales.

Los movimientos pacíficos desafían la libertad: escuchar a la calle es imperativo, pero también necesitamos ampliar las consultas juiciosas y críticas, pues escuchar es el mejor antídoto contra la expresión pública del descontento. Siempre y cuando se dé estatuto a la participación ciudadana. Pero la legislación en esa materia es insuficiente porque no incorpora mecanismos democráticos semidirectos participativos con poder vinculante, como el plebiscito, el referéndum o iniciativas populares. Tardíamente, la reforma político-electoral que se propone completar el ciclo de reformas estructurales, no previó que las reformas mismas fueran producto de consultas y deliberaciones públicas. Al final del tren reformista, está lo que debió ser la locomotora que condujera el sentido de las transformaciones estructurales que necesita un país enmarcado por crisis múltiples. Y se debió empezar por enfrentar la crisis política, pues ahí está la palanca para restablecer confianzas y legitimidades que sustenten un proyecto de país, de gobierno, de políticas públicas. 

Consultar y participar no se acotan al conflicto, sino que también potencian mejor calidad de vida desde lo cotidiano. No obstante, el desafío está en sincronizar decisiones trascendentales sobre el modelo económico, la hacienda pública, la educación o la seguridad social, hasta el manejo de los riesgos humanos por desastres, y por otra parte, hacer que las decisiones sobre la vida local cotidiana refuercen la legitimidad política por la proximidad de la experiencia diaria entre gobernantes y  gobernados. En otras palabras, los grandes problemas nacionales requieren de formatos de consulta y participación ciudadana que, en esencia no son distintos de lo que significa participar en la vida local, pero que necesitan de un doble esfuerzo: conciliar intereses locales y nacionales y, simultáneamente, confiar en que la participación ciudadana puede acortar la brecha entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados. 

Dos muestras sobre el potencial transformador de escuchar y decidir desde los intereses ciudadanos. La consulta sobre la reforma energética convocada por Andrés Manuel López Obrador, que pretende llenar el hueco dejado por el Pacto por México referente a escucha y consulta. Y la Ley de Participación Ciudadana, que promueve Movimiento Ciudadano en Jalisco, empeñada en mejorar la calidad democrática, no solo de sus exitosas experiencias de gobierno, sino que también apuesta sobre la institucionalidad de esos procesos de manera que todo ejercicio gubernamental se obligue a vincular capacidades para decidir y responsabilidad ciudadana en la vida pública. En el primer caso, la consulta hecha por el PRD bajo la supervisión ciudadana de Alianza Cívica, deja ver sentimientos mayoritarios de la nación por un proyecto incluyente de país. En el caso de Jalisco, pionero en legislar instrumentos participativos, tenemos la oportunidad de avanzar tanto en nuevas prácticas gubernamentales cercanas a nuestra vida cotidiana, como de borrar la brecha entre partidocracia y ciudadanía. 
 

viernes, 20 de septiembre de 2013

POLÍTICA Y SOCIEDAD DEL RIESGO




El riesgo no es sinónimo de catástrofe, pues aquel anticipa el desastre, la destrucción que traen consigo diversos eventos cuyo origen en la naturaleza es cada vez más social que una simple concatenación de variables físicas o químicas. El riesgo es una percepción anticipada frente a distintas catástrofes y un conocimiento que gira en torno de la previsión que mide posibles futuras ocurrencias e impactos. Prever o adelantarse a lo que pueden implicar amenazas que ocurrirán en el futuro, es uno de los grandes logros del conocimiento humano. Aquí se conjuntan ciencia, tecnología, economía y ecología política. Pero no de una manera neutra, pues la apropiación de esos conocimientos se da diferenciadamente entre clases o grupos sociales, entre empresas, países e incluso entre las Fuerzas Armadas, por su papel clave en el manejo de los riesgos y asistencia frente a las catástrofes.

“La semántica del riesgo se refiere a la tematización presente de las amenazas futuras que a menudo son un producto del éxito de la civilización”, dice Ulrich Beck, sociólogo alemán cuyas obras sobre la sociedad y el mundo en riesgo son claves para encontrar el sentido social, que se da a la percepción cultural del riesgo en nuestra sociedad contemporánea. Confrontar lo desconocido, las incertidumbres, los obstáculos frente a un futuro que no gobernamos es angustiante, pero es también una oportunidad para sentirnos todos interpelados por el riesgo sobre todo ahora que este toma proporciones globales. Razonar el riesgo no evita sentirnos vulnerables y vulnerados: ¿Qué tan lejos estamos, sin embargo de temores religiosos o de visiones apocalípticas del triunfo del mal sobre el bien frente a las fuerzas superiores ingobernables de la naturaleza? Entre la movilización social para enfrentar las catástrofes y la administración política del riesgo está la explicación.

Cada vez más impredecibles, los fenómenos naturales están asociados con los riesgos globales, como el cambio climático, que hacen inmanejables los cálculos de los riesgos que enfrentamos. Ante el incremento de los riesgos de catástrofes de origen “natural” (huracanes más destructivos), como ante los riesgos de origen industrial (explosiones, como la del 22 de abril), o como ante los riesgos de origen criminal (no solo del terrorismo, sino de la violencia incierta del crimen organizado), aumenta dramáticamente nuestra vulnerabilidad. Sentimos impotencia para modificar las amenazas globales, pero omitimos impunemente las previsiones posibles frente a riesgos que se pueden calcular. Algo aprendemos. Señales de alerta temprana de los sismos o de los tsunamis, sistemas de supervisión sobre actividades riesgosas o elaboración de atlas de riesgos que ubican en espacio y tiempo aquellas eventualidades potencialmente catastróficas.

Sin embargo, las políticas para prevenir riesgos fallan sistemáticamente. Como gobierno, no actuamos sobre las raíces que determinan nuestra vulnerabilidad. El sismo de 1985 en el DF destruyó aquellas viviendas o edificios cuyas estructuras no fueron calculadas debidamente, o donde se usaron materiales constructivos de baja calidad. La actual tragedia causada por Ingrid y Manuel, dejó al descubierto irregularidades “humanas” que debieron preverse: colonias edificadas sobre áreas inundables, puentes carreteros sin refuerzos estructurales suficientes para resistir corrientes de agua; la autopista del Sol, del DF a Acapulco, concesionada a tres consorcios de la construcción bajo el gobierno de Carlos Salinas, presenta tramos de muy baja calidad en la construcción carretera y con debilidad estructural en los túneles. Viviendas construidas en los cauces de ríos que no debieron autorizarse. Negocios fraudulentos usufructuados por funcionarios públicos corrompidos cuyos corruptores tampoco pagarán el impacto de esos desastres. No obstante tantas adversidades, la solidaridad social crece e incluso las exigencias sobre funcionarios públicos llevan a la innovación gubernamental.

viernes, 6 de septiembre de 2013

GOBIERNO, SIN GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA




Más que gobernar, el Presidente Peña Nieto administra deficientemente la crisis política nacional y sin proyecto para enfrentar los impactos de las diversas crisis globales contemporáneas. Ni el Pacto por México, ni el conjunto de reformas supuestamente estructurales, le están aportando los elementos necesarios para llevar adelante la gobernabilidad democrática que prometió. Su gestión enfrenta la imposibilidad de construir un espacio público nacional-regional de diálogo y compromisos sostenidos en un pacto social incluyente. De continuar las tendencias, el Pacto Por México desaparecerá y con ello, su primera apuesta política para manejar el conflicto y obtener consensos para gobernar. Tanto Acción Nacional como el PRD, muestran fisuras entre sus bases, las cuales se expresan también entre sus dirigentes, respecto al papel que toca a los legisladores de oposición ente una coyuntura de aristas críticas.

La división es ya manifiesta entre grupos de diputados y senadores del PAN, que no quieren disciplinarse a lo que acuerdan sus representantes ante el Pacto, pues algunos reclaman autonomía propia del Poder Legislativo para cumplir con su función. Igualmente, el PRD está dividido sobre la capacidad de su dirigencia nacional para colaborar con el gobierno federal en reformas que son contrarias a su programa de acción, en lo que resalta la Reforma Energética. Tal Pacto nacional tiene pies de barro, por la incapacidad de la oposición para agregar intereses de sus afiliados, que puedan ser a la vez intereses sociales, y si a ello se añade la brecha que separa bases y dirigentes partidarios, nos percatamos que el Pacto por México representa arreglos cupulares entre las elites partidistas y las elites del poder real, que intenta conciliar el Presidente de la República en su formato de gobernabilidad, no necesariamente democrático.

El gobierno parece satisfecho con un pacto entre cúpulas, pues está decidido a no escuchar a críticos ni detractores. Sin embargo, se acrecienta el descontento a la par que crecen las convergencias entre movimientos sociales diversos que se identifican en sus cuestionamientos al régimen de gobierno, su sistema de partidos elitistas clientelares y su incapacidad de escucha frente a las demandas sociales. Profesores, jóvenes estudiantes, sectores sociales diversos que se oponen a la reforma energética, y quienes desconfían de una reforma fiscal de pronóstico concentrador del ingreso, afectados y víctimas de la violencia, además de afectados por el desempleo y la crisis económica, energética, alimentaria, no son interlocutores válidos dentro del esquema de gobernabilidad pragmático y excluyente, que puede resultar en una mezcla explosiva. Todavía menos son considerados como interlocutores del gobierno, las comunidades étnicas desposeídas y golpeadas por el anti-modelo de desarrollo, sobre todo aquellas que ensayan caminos propios autónomos, como los caracoles zapatistas, o como las policías comunitarias.

Frente al país real, el gobierno presenta iniciativas de reformas que fragmentan y desarticulan aún más los tejidos sociales: esa inmensa mayoría que reclama una reforma social de amplio calado, la cual no se ve reflejada en aquello que se propone transformar el gobierno de la República. Conforme se discuten las iniciativas presidenciales de reforma, más se aleja la posible participación ciudadana para darle un sentido social incluyente al rumbo del país. Contra ello conspira la (in)cultura parlamentaria acostumbrada a la negociación de cuotas de poder y la cada vez mayor separación entre representantes y representados, pues éstos se encargan de sepultar la sed reformista bajo el manto de las leyes secundarias y pareciera que, intencionadamente, bajo los escombros de leyes pertinentes, como la Ley de Víctimas, la de Telecomunicaciones o la de Transparencia, que el propio gobierno dinamita al boicotear el potencial democratizador de interlocutores críticos.